PINTURA Y VERDAD: JOSÉ DE RIBERA VISTO POR ANDRÉS DEL ARENAL
David Noria
Creo que hay buenos o malos artistas, pero que no tenemos que juzgar sino a los mentirosos,
y los sinceros serán premiados en el altísimo cielo de la paz.
Rubén Darío, Los raros
Algunos pintores, los menos, dan su nombre a museos. Así, entre otros, el Museo Picasso en París, el Tamayo en México o el Botero en Bogotá. Museo José de Ribera, sin embargo, no existe. O no existía. La novela Jusepe de Andrés del Arenal es precisamente el recinto dedicado a la vida y obra de quien inaugurara la gran pintura española del siglo XVII: el Españoleto. Recinto hecho de palabras visionarias, esta narración es como una secuencia de pasillos y salas de exposición donde observamos alternativamente la vida del pintor, dosificada por episodios y anécdotas, y una colección antológica de sus cuadros, hechos visibles gracias a la écfrasis del literato. No pocas veces en la novela, incluso, somos testigos del momento preciso y las circunstancias en que Ribera, con la aureola oscura de los arrebatados, toma el pincel y se libra a desafiar a la naturaleza en una porfía encarnizada por ser, él también, un alfarero o demiurgo de la materia.
Ya Ramón Gaya decía que en el Españoleto hay no sé qué furia contra la realidad, una “rencorosa enemistad respecto a ella”. “Ribera –apunta en su ensayo ‘Velázquez, pájaro solitario’–, parece como si estuviera siempre culpando a la realidad de no ser bastante real, de no ser suficientemente ella misma, y cuando traza el codo, el vientre de un pobre viejo encargado de representar a san Jerónimo, lo hace con tanto ahínco, con tanta apasionada antipatía, que es como si le escupiera a la misma realidad una especie de lección”. Lo que no dice Gaya, en cambio, es que esta pasión realista, en Ribera, viene siempre sometida a la más eficiente de las retóricas, salvándose así de la categoría ancilar de imitación. Piénsese en sus cuadros Isaac y Jacob, San Andrés, Apolo y Marsias: estas composiciones, merced a sus perfectas antítesis, paralelismos y quiasmos, son nada menos que una suerte de silvas o sonetos culteranos. En Ribera las arrugas se pliegan, los vellos se crispan, los pies hieden, los dientes se pudren, se exaltan las miradas y las uñas se ensucian, pero todo ello, con su superávit de realidad, rinde tributo a la Poética, tal como la heredó de los maestros italianos de los días de Sanzio y Rafael.
La novela sobre la vida de José de Ribera, en consecuencia, no podía ser realista, en el sentido de lastre que esta palabra implica en la historia literaria. Tenía, por el contrario, que ser digna del arte más sintético y eficiente. Por eso –por el tamaño de la empresa– hay que celebrar la elección de la materia de Andrés del Arenal, que, a juzgar por el resultado, comprendió bien a qué se metía. A la vez crítico de arte, curador museístico, historiador y poeta, nuestro autor ofrece una narración que se asemeja a la experiencia de recorrer un museo, por cuanto privilegia momentos elocuentes –párrafos breves, capítulos cortos– entre el continuo de los vacíos de pared, como si pasáramos de un cuadro a otro. El intersticio queda en el silencio, en la sugestión, dándole a la prosa –ese cuadro que brota– una intensidad como si saliera de la oscuridad: he aquí el tenebrismo literario que ha conseguido. Ya Borges pedía del cuento perfecto que nada le sobrara, al paso que lamentaba cuanto hay de inevitablemente superfluo en la novela, todo ese relleno al que autor y lector se resignan con tal de que la trama continúe. Jusepe es una novela que no se resigna a la palabrería, a la futilidad, al maratonismo narrativo. Todo en ella rezuma precisamente esa quintaesencia de la pintura barroca que es la gravedad; todo en ella tiene peso. Y en primer lugar, la lengua misma, pues hablar sobre uno de los artistas más excelsos del siglo XVII exigía un lenguaje adecuado a su asunto. Con firme gobierno de la lengua española, Del Arenal despliega una cornucopia de donaires, arcaísmos, términos técnicos y retruécanos, amén de una sobria economía narrativa que sólo sirve para avivar y mejor resaltar estos colores. Por lo primero, se echa de ver que el autor ha aprovechado bien sus ya largos años de residencia madrileña para “parar oreja”: ha afinado su oído al punto de devenir un diestro ejecutor de las diferentes escalas cromáticas de la lengua. Que hay que discurrir como pintor, discurramos; que hay que injuriar como sayo de otrora, injuriemos; orar como sólo los arrepentidos lo saben, oremos. Y es a partir de la descripción o écfrasis, por otro lado, que el autor ha puesto en marcha un tropel de figuras retóricas que responden y corresponden a las utilizadas por el propio Ribera en sus cuadros. En cuanto a la economía verbal y narrativa, De Arenal se muestra digno lector de Julio Torri, sobre quien hizo sus primeras armas al escribir el prólogo para la edición de Literatura española, FCE, 2013. Diríamos que el pintor ha elegido bien a su novelista. No es indiferente, por lo demás, que Andrés se reivindique nativo del antiguo pueblo de Mixcoac en la Ciudad de México, barrio cuyas calles –¿predestinación, coincidencia?– llevan nombres de pintores: Holbein, Tiziano, Donatello, Rubens, Rembrandt. Para más señas, la Iglesia de Mixcoac, en frente de la casa de Ireneo Paz, está consagrada a san Juan Bautista, cuya cabeza decapitada sobre una bandeja pintara el propio Españoleto.
Escritor mexicano en Madrid, Andrés se está ganando frase a frase –iba a decir pincelada a pincelada– una silla en ese banquete del espíritu donde los comensales son Vicente Riva Palacio, Francisco A. de Icaza, Amado Nervo, Ángel Zárraga, Alfonso Reyes, por no evocar al padre Mier o al abuelo Ruiz de Alarcón. Sólo ellos conocen las delicias ocultas de la Villa y Corte, pero de igual modo sólo ellos saben los desaires, lo que se sufre en silencio… también lo que se gana en humanidad, en humildad, en compasión. Y la obra de José de Ribera, precisamente, ¿no es la mejor y más dura escuela de humildad y verdad? “Nos sorprende hoy –escribía Reyes– la facilidad con que aquellos hombres del siglo de oro recorrían la escala de las pasiones, de uno a otro paradójico extremo y, hundidos los pies en la vida picaresca, alzaban los ojos con arrobamiento místico”.
Este pacto entre la vida aventurera y los ideales fijos como estrella, ambos nutriéndose recíprocamente, es exclusivo de pocos. En la historia de la pintura española, fuera de Ribera, como señala Enrique Lafuente en su Historia de la pintura española, sólo Velázquez viajó realmente. Acaso por eso, de entre todos los nombres con que firmaba Ribera –José, Joseph, Jusepe–, Del Arenal ha escogido el híbrido para nombrar a su personaje y a su novela: Jusepe está a medio camino entre el castizo José y el italiano Giuseppe. En efecto, Ribera pasa la mayor parte de su vida en Italia. Entre el desarraigo de su patria y su adopción en otra, el pintor opta por aceptar, cifrados en su nombre, ambos destinos. Viajar es desacostumbrarse, topar con contrariedades y fatigas pero, en mucha mayor medida, ensancharse y enriquecerse, y aunque de esa riqueza sólo quedara silencio, ese silencio tendrá ya otra cualidad, una densidad más humana y comprensiva. Aquel encuentro en Nápoles entre los dos viajeros, Velázquez y Ribera –paredro de aquél otro entre Mozart y Bach– ocurrió en 1629. Velázquez iba de misión diplomática y quiso conocer al maestro aposentado en aquel virreinato español. Así lo cuenta nuestro novelista:
La luz era rojiza en el Salón de los Virreyes cuando el pincel descendió por última vez. Más tarde, con dos pinturas bajo el brazo, Velázquez caminaba junto a Jusepe por las callejas de Nápoles. Bordearon la costa hasta la tumba de Virgilio y volvieron. Ya era de noche cuando se detuvieron en la calle del Santo Spirito. Sin emoción alguna, Jusepe le mostró su última serie de filósofos: un Demócrito sonriente, un Pitágoras con andrajos, un Heráclito que dejaba caer una lágrima, un Aristóteles y un Platón. Estos dos últimos estaban apartados del resto, formando pareja. Se acodaron con una garrafa y bebieron. El plácido tufo de los aceites se mezclaba a borbotones con la embriaguez. […] Antes de despedirse, dedicaron un momento a La Fragua de Vulcano y a La Túnica de José, pintadas a caballo entre Venecia y Roma. “No seguís mi camino”, le dijo Jusepe en un tono en el que Velázquez no supo si leer aprobación o indiferencia. Con rostro benigno, pero cortando cualquier amago de efusividad, Jusepe puso algo entre las manos de Diego Velázquez como agradecimiento, dijo, por la visita. No se abrazaron, ni se besaron en ambas mejillas; no se estrecharon la mano. Inclinando ligeramente la cabeza, se dijeron adiós. (p. 86)
El precursor y maestro deja algo en las manos de quien está llamado a representar ante el mundo y las edades el arte del que son cofrades y compatriotas. Ese secreto, cifra del secreto mayor que es la tradición, sintetiza el valor de este libro, necesario como el arte de saber vivir, mezcla de los cinco sentidos –la vista y el tacto en los extremos–, y la agudeza del entendimiento.