12 Nov 2021
Andrés del Arenal, escritor
«Lo que queda en luz en Ribera son las manos y los ojos, todos lo demás son sombras»
Esther Peñas. Fotografía: Betto Sibaja / Madrid
Hay libros que tienen el don de la belleza. Que son buenos, que son verdad. Libros que parecen cantar salmos de vida con la humildad del apero de labranza. Libros acaso escritos para derramar lentamente una emoción que perdura, que nos recuerdan que el acontecimiento, en la lectura, sucede. Como la primera novela de Andrés del Arenal (Mixcoac, México, 1987), Jusepe (Contrabando), que recrea la historia y obra del pintor valenciano José de Ribera, discípulo en sombras de Caravaggio y noble vértice del barroco español.
De los distintos nombres que recibía José de Ribera (José, Joseph, Jusepe), escoge la fórmula de Jusepe, ¿por qué?
Ribera tenía gran propensión a firmar sus cuadros, sobre todo desde que se consolida como pintor importante, alrededor de 1616-17, cuando se instala en Nápoles; es raro el cuadro que no firma, algo a su vez insólito. Para que te hagas una idea: solo hay un cuadro firmado por Caravaggio, y de forma bastante siniestra, por cierto, «La decapitación de Juan el Bautista», en el que firma aprovechando la sangre que brota del cuello. Pero es una firma que sale de las entrañas, al contrario de las de Ribera, que son muy metódicas y sesudas. Ribera se preocupaba por una rúbrica preciosa que de alguna manera fuera síntesis de su biografía, una firma prolija en la que remarcaba su identidad: Jusepe Ribera, español, valenciano, setabense. A veces, lo hacía en latín. Pero la fórmula más común era Jusepe, un nombre que resulta simbiosis entre la fórmula en castellano y la italiana. Es curioso que la gente pronuncie el nombre del libro, Jusepe, con esa jota tan española, como si fuera una G, y pronuncian Giuseppe, remitiéndose instintivamente al italiano, lo cual dice mucho, porque al fin y al cabo fue un pintor español, pero forjado artísticamente en Italia.
¿Qué tiene Ribera que lo distingue del resto de pintores?
Las manos y los ojos. De toda la pintura que he visto, no ha habido un pintor que logre esa fuerza expresiva mediante esos dos elementos; la luz sería un tercero, después, los motivos y texturas, pero la fascinación mía parte de su capacidad inmensa e inimitable de representar ojos y manos humanas. No solo por el hecho en sí, como si fuera un detalle o un hallazgo o una hazaña técnica, sino porque a través de esos dos elementos expresa la humanidad; se dice que los ojos son la ventana del alma, por eso en los cuadros de Ribera hay alma. Son ojos que, además, te miran, te reflejas en ellos, son elementos vivos.
Como de tantos otros (conde de Lautremond, Shakespeare) apenas nada se sabe de la vida de Ribera. ¿De qué modo este hecho facilita y complica la escritura, el llenar ese vacío?
Hubiera sido incapaz de hacer fabulación pura, así que, por fortuna, la biografía me daba un andamio inicial, sin el cual hubiese estado desorientado; que todo dependiese de mi imaginación hubiera sido imposible. Lo más complejo de resolver a nivel técnico fue eso, dotar a ese componente de semilla biográfica de cierta fabulación en estado puro, escribir no una biografía de belleza poética, sino otra cosa. A partir de ahí, de ese sustento biográfico mínimo, a veces me excedía en lo biográfico, sobre todo en la primera versión de la novela, y a veces, como ocurrió en la segunda, era tan literario que no se percibían casi ni los personajes, resultando un delirio verbal. La versión final es un cruce de camino entre ambas. Lo más fácil, volviendo a tu pregunta, es que el que haya una pequeña biografía te da un marco de acción, temporal. Dotar a esos datos de una entidad literaria fue lo más complejo, pero, al tiempo, lo más placentero de todo, claro.
“En el fondo de sí mismo seguía buscando el ángulo donde las sombras le placían”. ¿Qué aportan las sombras a la pintura y qué nos dicen de nosotros mismos?
El maestro o el creador de las sombras en la pintura es Caravaggio. Ribera es el gran continuador, su consolidador. La sombra tenía, me parece, más que ver con Caravaggio, con su vida, más cerca de la víscera; pienso en él como pienso en Rimbaud, como alguien próximo a lo demoníaco, un creador en estado puro, hijo de las pulsiones fatales. Ribera institucionaliza las sombras, crea una escuela, de la que vive como empresario, pero las sombras de los cuadros de Ribera no tienen la fuerza total, metafórica y simbólica de Caravaggio, aunque ambos comparten, a través del contraste de luz y sombra, plasmar el sentimiento de una época, la del barroco católico mediterráneo, en el que todavía nos movemos todos todavía, de alguna manera. Se trata de expresar un conflicto interior contrastado, extrapolado a una de sus expresiones más extremas. Lo que queda en luz en Ribera son las manos y los ojos, todos lo demás son sombras. Me gustaría que la vida fuera al revés, que todo fuera luz.
Lo que la madre le dice a Jusepe antes de morir, “el rostro de la persona amada se instalará dentro de ti al punto de ocupar el tuyo propio”. ¿Qué importancia cobra el amor en la vida de Jusepe?
Mucha, aunque no se sabe con exactitud, quizás porque acaso se trate de un amor incompleto, o como si todo el amor que hay en su recorrido fuera una sombra, y lo que lo hace más misterioso es precisamente esa frase puesta en boca de la madre, como si creara una expectativa de algo que debe desarrollarse y al final no sucede, o sucede pero de manera atomizada. No hay una jerarquía amorosa en la vida de Jusepe. Sí se ve en algunos personajes que aparecen en el libro, pero en Jusepe el amor está atomizado. Por otro lado, el hecho mismo de que llegara hasta el final sin dejar de pintar es la prueba de que el amor está en él desde muy niño. ¿Quién es el rostro de la persona amada si no sus personajes? Acaso la idea de que él no tenga rostro, o de que su rostro sea lo menos importante es la clave a tu pregunta, en la media en que Ribera/Jusepe asume su vocación de pintor no para pintarse a él, como Caravaggio, Rembrandt o Velázquez, sino para pintar a otros. En el sentido artístico, el acto de amor más puro es ser consecuente con nuestro acto de nombrar o representar.